Cuentos

Nacimiento

Vicente Battista


Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el hombre de Neanderthal, que habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la palabra. Esta novedad podría contestar una pregunta que hasta hoy no tenía respuesta.

Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal, una noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la presa que perseguía. No sabe mentir.

Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en una historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de inventar la literatura.

Abel y Caín

Jorge Luis Borges


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

Otra versión

Marco Denevi


Ninguno, entre los discípulos, amó a Jesús con la devoción, con el fanatismo, con la fidelidad de perro con que lo amó Judas. Pero ahí estaba precisamente la mácula de su amor: en la falta de vuelo. Lo amaba con amor burgués, doméstico, de rienda corta. Nada de aventuras, nada de peligros, nada de correr riesgos inútiles. Judas, privado de coraje o quizá de imaginación, habría preferido un Jesús que se dedicase a la carpintería, desposase a una doncella de buena familia, tuviese hijos, concurriese puntualmente a la sinagoga y cada tanto hiciese una visita de cortesía a Caifás. Pero Jesús se le escapa de las manos, profetiza, opera milagros, habla mal de la autoridad, pronuncia discursos. Terminará en la cruz, piensa Judas con desesperación. ¿Qué hacer para salvarlo? Judas apela a un remedio heroico: denunciarlo antes de que sea demasiado tarde y las transgresiones de Jesús se hagan cada vez más serias. Denunciarlo y hacerlo tomar preso: según la ley, los delitos de Jesús no merecen sino una veintena de azotes. ¿Qué se iba a imaginar, el pobre Judas, que sus planes quedarían desbaratados por el episodio de Barrabás? Cuando ve que todo se ha ido al diablo y que Jesús cuelga, efectivamente, de un leño, se suicida.

La honda de David

Augusto Monterroso


Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.

Pasó el tiempo

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.

La felicidad

Andrés Neuman


Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo: iba a decirel mejor, pero diré que el único.

Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.

Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante.

Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

Pájaros prohibidos

Eduardo Galeano


Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.

Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso por tener ideas ideológicas, recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen en la entrada de la cárcel.

El domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en la copa de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas.

—¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?

La niña lo hace callar:

—Ssshhh.

Y en secreto le explica:

—Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.

Fin

Edmundo Valadés


De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto.

Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.

El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:

–¡Prepárate al fin de este cuento!